Monteviduende

 

DISPAROS SOBRE MONTEVIDEO

VIEJOS OBJETIVOS.

El libro se iba a llamar DISPAROS SOBRE MONTEVIDEO, en base a la serie MONTEVIDUENDE que se publicó en EL PAIS de Montevideo hace unos cuantos años. “Disparar para quedarse” era su lema y compilaba las tomas de diversos fotógrafos que nosotros glosábamos. Hermanos de la vida como Enrique Espíndola (que dicen que ya no está pero creo que mienten), Aldo Podestá, David Nadruz, le dieron forma gráfica a algunos textos. Se han perdido, como nosotros mismos, en la noche de los tiempos.

Los textos que siguen no se sostienen sin las fotos que les dan origen. De a poco lo iremos haciendo porque las fotos están en alguna parte…

Gracias, don Luis.
Mañana cobro y le pago.

El duende se alimenta de estas esquinas nostálgicas, reducto final de un Montevideo que se vuelve supermercado, merchandising, montaje del lineal.
No hay mayor desierto que una gran ciudad, decían los griegos.
Por suerte, queda la luz de algunos oasis.
Queda el pan y el vino, la sonrisa ancha, la mano amiga.
Queda la posibilidad de reconocer y reconocerse, de dejar de ser número para ser persona.
Este oasis cuya luz se repite en tantos otros, deslumbró a Mario Batista en 1983 y es para quienes -sin Paseo Colón- todavía no tienen perdida la fe, es decir para quienes, al decir de Borges, existe una región en que el Ayer, puede ser el Hoy, el Aun y el Todavía.

 

 

Pesca Clara.

La clara oscuridad de la toma de Clara Peluffo pesca negros presagios, cañas cimbreantes, vientos del sur, nubes y hombres arremolinados en diálogo con el mar.
Pescar es una excusa para bucearse adentro, donde muchas veces sólo habitan tormentas y el mar furioso ha devorado todos los peces.
Pero si se realiza como diario ejercicio de salud, consigue que el sol pleno, las gaviotas y el mar vivo, inevitablemente vuelvan cada mañana.

 

 

“Composición: La Vaca”.

Hernando Arias de Saavedra, desde el bronce, indica la dirección, la “vaquería”.
A la sombra del criollo asunceño, una criolla montevideana no le cree.
Las vacas gordas son un sueño jugoso, un imposible.
No hay mollejas ni colita de cuadril ni churrasco de lomo.
Hay huesos pelados.
No hay colonización ni descubrimiento.
Hay naufragio.
El contraste montevideano lo atesoró Arturo Urceira en 1981.
Todo un testimonio.
En carne viva.

 

 

Marchen dos en pocillo!

Wellington Coronel -el fotógrafo- revuelve su café y luego, con Dalmiro Sáenz, apoya los codos en las dispersas consecuencias de las medialunas.
Quienes estudiamos en mesas de viejos boliches junto a amigas del alma, sabemos que en la borra del café expreso hay destinos que costaba imaginar tantos años atrás.
Las amigas del alma son hoy compañeras; los destinos, hijos y los viejos boliches, cómplices de tanta vida más allá de los libros.
Los viejos griegos decían que “allí donde la toques, la memoria duele”.
Si la toco en mis tiempos de estudiante, mi memoria brilla.
Con perdón de los viejos griegos.

 

 

En tren de nostalgias.

La señal de Antonio Coitiño deja pasar los recuerdos: madrugadas de mi Santa Lucía natal (5 y 3, no siempre en punto) en viaje hacia el Montevideo devorador, ojos rojos y alma en orsai.
Amigos, vecinos, cada tren era una copia de cada pueblo. La calidez no se enfriaba a pesar de las ventanillas rotas. Viejos trenes, vieja gente, viejos sueños.
Algunos de esos sueños descarrilaron, otros bajaron en entrañables estaciones y allí se quedaron y los más duermen, fuera de servicio, en oscuros galpones.
Los trenes conjugaban hierro, cuero y madera con camaradería, esperanzas cortas y humildad.
Cargaban toda una cultura ferroviaria que sólo quienes viajábamos cada día podíamos entender.
Cuánta gente de tren anda hoy por este Montevideo, disfrazada -para sobrevivir- de gente de plástico.

 

 

Es divino: tiene la cara del abuelo.

Los monótonos gigantes de cuadriculados ojos uniformes albergan un Montevideo nostálgico que se resiste a desaparecer.
Pasado y presente, abuelo y nieto, conviven sin atisbos de conflictos generacionales.
Crecer compartiendo es enriquecedor.
Demoliendo, miserable.
Si todos los entendemos, no cortaremos esas raíces -ni tronco, ramas, nidos, pájaros y vuelos- con “la piqueta fatal del progreso”.
Porque estos puentes vivos hacia el pasado -fascinantes paisajes verticales-  deben seguir enhiestos, reflejando su señorío.
Y porque, al decir de Almafuerte, “no han de ser/ tus caídas tan violentas/ ni tampoco por ley/ han de ser tantas”.
Si se cumple la ley, claro.

 

 

Indicadores de Mercado.

La foto pinta el Mercado del Puerto.
Más que exotismo, pinta forma de ser.
Más que estampa turística, retrato del uruguayo tipo.
Del codo a codo sin distingos.
Del todo con todos.
Del apurar un medio y medio mientras un monje colonial te toca el hombro.
Del enlentecer una cazuela de mariscos al tiempo que un barco fantasma te llama entre
la niebla.
Y todo es música y magia y poesía.
Es nuestra entrañable -olvidada, sepultada, negada a veces- bendita uruguayez.

 

 

Auto-réquiem.

Uno tuvo luz verde.
Y disparó.
Captó entonces cómo el tiempo nos destruye, nos oxida, nos deshace.
Nos detiene todas las marchas.
Nos impide todos los cambios.
Y ya no queda arranque posible.
Todo es punto muerto.
Que se nos va la pascua, mozas, cantaba Góngora.
Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir, lloraba Manrique.
Es que contra el tiempo, no hay cataforesis que aguante.
Y cantemos o lloremos, da lo mismo.
La quedamos.

 

 

Non fuyades, cobardes.

La fotógrafo, “lanza en ristre y bien cubierta de su rodela”, atrapó en las chacras de
Montevideo, un instante de campo quieto.
Que, sin embargo, es puro movimiento.
Al moverse el molino se mueven las esperanzas, el poder reproductor de la tierra, el futuro, el alimento.
Se mueve el cielo abierto y alberga pájaros. Se mueve el campo quieto y crecen semillas y mugidos y trabajo y frutos y sueños.
Se mueven cielo y tierra y se pelea; contra viento y marea se pelea.
Y uno, Quijote por vocación y Sancho por necesidad, se vuelve un poco brisa, un tanto viento para que los gigantes aspados se muevan.
Para que la paz quieta del molino sólo sea un contrasímbolo del esfuerzo quijotesco de nuestros hombres de campo, esos hombres de afuera que tantas veces las despolíticas de los gobiernos de turno, dejan adentro.

 

 

La casa para cazar fantasmas.

Un niño repite, furiosamente, la tabla del nueve.
Una mujer revuelve la olla y llora.
Una pareja se ama como si todo se derrumbara.
Tres amigos, vino y franqueza, ríen hasta las lágrimas.
Y la risa y el llanto y el amor y la tabla del nueve se asoman a las ventanas y traspasan las rejas y se lanzan al vacío, a la nada.
Y el tiempo las borra, las confunde con los bocinazos de los autos, con la prisa de cada día, con el cambalache problemático y febril donde casi todo se vende.
Hoy quedan derrumbes y fantasmas.
Sólo el vino, algunas noches sin viento, permite cazarlos por un rato para oír al niño que, furioso y profético, casi grita que nueve por diez siempre serán noventa.

 

 

La puerta del naufragio del sol.

Montevideo puede reinventarse si lo sabemos mirar.
La fotógrafa, cacho de duende y de pájaro, sintió en su piel la tardecita de la bahía y disparó.
Disparó hacia adentro, hasta atesorar el instante quieto de paz plomiza sin viejo de Hemingway ni marinero de Darío.
Retuvo para sí –y para nosotros- ese extraño símbolo del hombre que intentó caminar hacia el mar y coronó la entrada con rayos de sol, flechas indígenas o truncos tridentes de Neptuno.
Algo quedó quieto para siempre en muelle, agua y alma.
Barcos dormidos, rayos de sol y un camino en ruinas hacia la luz de un faro.

 

 

Encendiendo candombe.

Pablo Piva calentó la lonja de su lente en la claridad de lo negro, con sueños de bucear y alcanzar una vida mejor.
Bailó entonces con llamas, mama vieja, gramillero y escobero. Se tensó con sol, caña y ajo antes del fuego. Vibró con piano, repique y chico. Estornudó, nervioso, entre las plumas de Rosa Luna y de Marta Gularte. Coloreó su alma con el legendario Orosmán y con la paleta de Gallosa. Sintió retumbar con cada golpe de tambor la seductora cadencia de Tina.
Comprendió nuestro fotógrafo la autenticidad del candombe, tan uruguayo como Obdulio, el Negro Jefe.
Y como el diario (*) que (inteligente usted, Pablo Piva) se acerca a encender la música.
Su llamada, la entiende Mediomundo.

(*) Esta nota se publicó, como todas estas notas, en el diario “El País”.

 

 

Impasse azul.

Sergio Lema vio el árbol y el bosque.
Vio la sabiduría de la tierra y de los hombres, la caricia del sol y el canto de las vendimiadoras en el vino que una página de prensa abstemia disimula.
Vio el campo entero y los primeros inmigrantes, boina y calma; la zona azul de una ciudad gris.
Vio que la lucha por la vida todavía permite pequeños abrigos, oquedades en la madera y en el tiempo.
Vio, en definitiva, que más allá de la prisa y la competencia, aun quedan lugares para refugiarse.
Lugares donde la ciudad se estaciona en calma.
Lugares donde se toma el vino por vino y el agua por agua.

 

 

Mate y venga.

Lamento contradecirlo, doctor, pero el mate no es una calabaza tonta ni, como usted dice, remota causa de quietismo, de óptica provinciana, de ley del mínimo esfuerzo, de falta de auto-exigencia, de crítica de boliche.
Esos son otros cantares, frutos de otras cebaduras.
El mate, en verdad, también somos nosotros.
En un mundo de dolorosa búsqueda de excelencias empresariales, con el hombre cayéndose de los manuales, cada día es más difícil darle tiempo al mate, que es darse tiempo a uno mismo, a sus propios valores, ni importados ni impuestos.
Aunque las técnicas de mejora continua no lo sepan, el mate sigue siendo una forma de ver el mundo más solidaria, más humana, un método para refugiar el alma, un código que sólo las manos francas pueden entender.
Los hombres de plástico no toman mate.
Tal vez tomen decisiones.
Pero nunca a favor de los demás.
Compiten. Corren. Pisan. Matan. Llegan.
Pero, ¿adónde?
Nunca adentro de ellos mismos, porque son sólo calabaza vacía, pura cáscara.
Tomar mate no implica ser solidario, claro.
Pero ayuda.
Hace conocerse mejor a uno mismo y entonces a los demás, que también son uno mismo.
Cuando se ceba en soledad y silencio, hace mirarse, caminarse, recorrerse, ir y venir.
Ir no es llegar. Pero al menos es ir.
Y eso ya es mucho.

 

 

Quién tiró la primera piedra?

El duende de esta toma, miró para ver a través de una vieja ventana a la vida.
Un símbolo de dos interiores: el de la ciudad y el de nosotros mismos.
Todos los días hay afueras y adentros.
Si el viento, el tiempo o los hombres quieren demoler el adentro hasta dejarlo en ruinas, queda el afuera para apoyarse.
Queda la luz, los trinos, las fragancias que están más allá de toda ventana, esos pequeños milagros que desprecia la gente que quiere comprar lo que nunca estará en venta, la que tiene el espíritu por estrenar.
Otros -muy pocos- saben siempre ver el afuera que alimenta, reconstruyendo edificios enteros. Aunque le tiren piedras y le agujereen rancho y alma, sus cenizas –como Ave-Fénix-  siempre conservan la chispa redentora.
La luz de afuera re-enciende voluntades, los trinos alimentan vuelos interiores y las fragancias perfuman hasta el ademán.
Lo que está adentro, está afuera decía Goethe.
Es que el hombre entero nunca se vuelve tapera.
Lo que equivale a decir, querido amigo, que el Fénix no baja.

 

 

Angeles y moscas.

El Montevideo que corona los viejos edificios, es un desconocido reino colgado sobre nosotros, peatones de mirar bajo. Un universo en vías de extinción que nos observa desde más de un siglo, en silencio de piedra.
Descubrirlo es sorprendente.
Bastará con mirar hacia arriba, sin temor al ridículo.
Los tiempos que no separan la belleza del espanto continúan su camino devorador. Lo funcional nos ahoga lo sensible. El reino de los suelos ha triunfado. ¡Gloria a lo útil!
Un día, los querubines que coronan tantos edificios montevideanos -¿alter ego de nuestros duendes?- caerán con estrépito: del portland son y al portland volverán.
Los sustituirá la uniformidad, el estandarizado paisaje edilicio de los monótonos gigantes con sus múltiples ojos de párpados corredizos.
Y la Tacita del Plata, con su singular encanto cosmopolita, crecerá y tocará el cielo.
Pero habrá sepultado, definitivamente, su angélica posibilidad de volar. 

 

 

El corazón no encanece.

La frase de Luis Alberto de Herrera se enlaza con el consejo de Harold Macmillan y con la foto de Rodolfo Fuentes: debemos usar el pasado como trampolín, no como sofá.
Hay pinturas que, aplicándose en el exterior, remozan el interior.
Es que la primavera se construye todos los días, cantaba Víctor Jara.
Sin embargo, es necesario maquillarse para seguir. Inventar pájaros cuando ya no existan, hacer volar mariposas cuando sólo queden polillas muertas.
Por suerte, algunos corazones nunca se descascaran.
Parafraseando a Lichtenberg, el color de una fachada recién pintada contiene más argumentos para seguir que cualquier desengaño para desesperar.
Eso sí, las instrucciones de cada lata son muy precisas: no debe dejarse secar cada mano sino dar otra y otra y otra encima.
Hay que vivir pintando.

 

 

En la Feria de Tristán me compré una mueca triste.

El duende aletea, corre, salta, penetra en picos de calderas, estornuda con la pimienta molida, baila una cumbia lamentable, acaricia el espanto de una muñeca rota, juega a las escondidas en enormes baúles, se mancha con un chorizo al pan y ríe.
Ríe porque la feria de Tristán Narvaja le parece risa, color, vida amarilla, celeste y roja.
Pero el duende es pequeño, manso y cándido. Y cuando se enfrenta con la angustia no sabe qué hacer con sus manos y con su vuelo.
El domingo pasado, por la calle Cerro Largo, el duende de Enrique Espíndola encontró esa angustia al doblar la esquina.
Encontró, entre muebles y fierros viejos una alegoría de la feria del hombre.
Su fresca cara de duende repitió el rictus del payaso de trapo. Al mirarse en el espejo vacío y no encontrarse, había conocido el duende un espejo de ojos ciegos y un payaso de mueca triste.
Quiso comprar el payaso para esconderlo de la inocencia de los niños y romper el espejo para apartarlo de la inocencia de los filósofos.
Pero no tuvo valor.
Los duendes, querido lector, son lastimosamente cobardes.
Y tarareó entonces una canción para dormir la siesta. Una siesta de domingo. Gris. Sola. Y sin espejos.

 

  

Parar para seguir andando.

Los caminos al cielo están cerrados.
El ultimátum lo recibió Alvaro Percovich que disparó, quiso pasar y se quedó en lo instantáneo de una negación transitoria.
El volar es para los pájaros y sin embargo hay hombres que intentan el aleteo.
Son necesarios voluntad, sudor y ciertas pausas necesarias para entonces intentar de nuevo.
En ese pararse cada tanto debemos medir distancias, obstáculos, ver bien dónde están las semillas.
Bajar las alas, no los brazos.
Y con nueva fuerza, arremeter contra todos los carteles.
Hay un cielo esperando.

 

 

Mar interior.

Es inevitable mirar el paisaje marino a las seis y media. El paisaje está en el Estudio desde hace diez años. Lo compró Sarita, aquella buena Sarita en un remate. Son tres gaviotas, un barco y un mar. A las seis y media uno huele el yodo y la sal y oye los chillidos y descubre al capitán tuerto en su camarote, llorando una honda decepción. A las seis y media queda el paisaje marino, las paredes grises, los dos escritorios y mi máquina de escribir. Acaso también quede yo mismo, algo náufrago, algo tuerto, cruzando las manos sobre la olivetti y acercando a ellas mi nariz para agregar el olor de la nicotina al del yodo. Al mismo tiempo pienso, pero sin la conciencia de que sólo luego existiré. Pienso en vacíos, en nadas grisáceas como las paredes. Y mi máquina de escribir sirve de apoyo y de punto de partida a mis ojos, que quieren ir más allá del escritorio vacío de enfrente. Mis ojos recorren el escritorio y llegan al suelo de madera; caminan luego hasta el ángulo con la pared y recorren el ángulo piso-pared hasta llegar a la franja de luz que me anuncia que arriba está la puerta y afuera las esencias. Lentamente mis ojos suben por la puerta hasta el picaporte pero no lo encuentran, porque la puerta de esta oficina es como tantas otras, sin picaportes, sin cerraduras, sin llaves. Permanece cerrada desde hace años y nadie sabe cómo ni cuándo. Mientras tanto -porque no se trata de desesperarnos- permanezco sentado, cruzando las manos sobre la olivetti y acercando a ellas mi nariz para agregar el olor de la nicotina al del yodo.
El capitán ha subido a cubierta.

 

 

Sí, ¿no?

Casi siempre creemos que el instinto es amor; la violencia, personalidad; el confort, felicidad; las sotanas, santidad; el apuro, rapidez; la bohemia, poesía; los estertores, orgasmo; el abandono, pobreza; el pintoresquismo, autenticidad; la esterilidad, clase; la intransigencia, firmeza; la ininteligibilidad, profundidad; la vejez, sabiduría; la mariconería, sensibilidad y casi siempre la liebre, gato.
Con Discepolín, alzamos un tomate y lo creemos una flor.
Entreverados como pelea de pulpos, si no ponemos en claro las cosas, un día de éstos nos atacará la confesión, digo la confusión y si dios quiere nos iremos todos a la mierda en el juicio final.

 

 

Localidades agotadas.

Es tiempo de descansar del vuelo y de mirar el espectáculo, buscando la mejor ubicación para tener la mejor visión.
Algunos personajes alados asisten al show nuestro de cada día y te aseguro que miran suficientemente la ciudad para llegar a verla.
Hacen lo que nosotros no siempre hacemos: se alejan para ver en perspectiva.
Son público y actores a la vez, aunque sean parte de la obra casi siempre sin saberlo.
Otros personajes nadan bajo los telones del agua. Los llaman peces y tienen prohibido asomarse porque si los pescan están fritos.
Laotsé suponía que era mejor dejarlos en el estanque.
Los peces siempre han estado de acuerdo.

 

 
A lo manís!

“Ahí va otro viejo a vapor” dijo el Viejo Pérez hace demasiados años, cuando -asombro e inocencia- descubríamos Montevideo.
Entonces, la tarde a veces se presentaba doradita, tibia y crujiente.
Había, eso sí, que romperle la cáscara.
Había que descubrir la textura y el sabor encerrados en tantas rugosidades.
A veces lleva la vida hacerlo, pero entonces no lo sabíamos porque todo era más simple.
En aquellos años adolescentes, la vida cabía en un cucurucho de papel.
Sucede que los años y la lluvia van arrugando todo envase y entonces, en el mejor de los casos, sólo queda algún maní verdoso y rancio. Queda el recuerdo, que siempre es tristón y algo tonto.
Tantos años después, ni el Viejo Pérez está y hace un frío afuera y una cerrazón.

 

 

Apunten... luego.

El cañón es un instrumento utilizado para la rectificación de fronteras, nos informaba a las risas Ambrose Bierce.
Cuando se tiene a una ciudad en la mira, el pasado nos apunta
Durante demasiado tiempo Montevideo ha sido blanco del cañón del colorado, no sé si me explico.
Enfrentada al pelotón de fusilamiento, le preguntan a la ciudad cuál es su última voluntad.
Y ella, niña todavía, cañoncito de dulce de leche, responde gesticulando:
“Encontrar en mi gente grandeza, vergüenza, nobleza, solidaridad, dignidad, humanidad, ternura, desprendimiento, entereza”.
Es que ella se engola y supone que la palabra es el hecho y cree inventar la pólvora al ansiar lo que el hombre entero siempre ha ansiado en vano.
Sus palabras son lugares comunes, ampulosos pero comunes, fueguitos artificiales de candidez.
No quiere ver que ahí nomás, entre sus calles y su gente, a tiro de cañón, la vida duele.
Que lastimosamente, tira y siempre pega la hija de puta.

 

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